Hoy es un día triste para quienes todavía creemos que la política puede —y debe— ser un espacio digno, ético y transparente. El Senado de la Nación rechazó la Ley de Ficha Limpia, una iniciativa que ya contaba con media sanción de Diputados y que buscaba impedir que personas condenadas por delitos graves —como corrupción, violencia de género o abuso— pudieran ser candidatas a cargos públicos.
Lo que se votó no fue una tecnicidad ni una formalidad parlamentaria: fue una oportunidad histórica para mejorar la calidad de la democracia argentina, y lamentablemente, esa oportunidad fue desperdiciada.
¿Qué significa este rechazo? Significa que en la Argentina de hoy, una persona condenada por corrupción puede ser candidata. Puede ocupar una banca. Puede manejar presupuestos públicos. Todo esto mientras aún se apela su sentencia, en un país donde la Justicia —no por azar— es lenta, permeable y muchas veces funcional al poder político.
Algunos lo festejan. Sí, hay quienes hoy levantan la copa porque se frustró una norma que habría dejado afuera a los que tienen cuentas pendientes con la Justicia. Porque se evitó poner un filtro ético. Porque todo sigue igual.
Entonces, cabe preguntarnos: ¿ganaron los corruptos? En parte sí. Ganaron los que no quieren reglas claras. Ganaron los que entienden la política como un privilegio personal y no como un compromiso público. Ganaron los que se sienten más cómodos en la oscuridad de los pasillos del poder que bajo la luz de la transparencia.
Y también es legítimo preguntarse: ¿se puede hablar de democracia cuando los que se candidatean no están limpios? Sí, vivimos en democracia. Pero una democracia sin ética, sin credibilidad y sin confianza social, se vacía de contenido. Porque la democracia no es solo el acto de votar. Es también tener opciones válidas, reglas claras, instituciones sanas y representantes sin mochilas judiciales.
Por eso, con Ficha Limpia frustrada, la responsabilidad ahora recae en los partidos políticos: ellos deciden a quiénes llevan en sus listas. Si eligen a condenados, el problema ya no será solo de la ley, sino del partido y su ética.
Y también recae sobre nosotros, los ciudadanos: tenemos la obligación de informarnos, de no votar a ciegas, de mirar los antecedentes de quienes aspiran a gobernarnos. Porque si los partidos no limpian sus listas, la sociedad debe limpiar las urnas con su voto.
Lo que ocurrió hoy es una derrota. Pero también es una advertencia. Si dejamos que la política sea un refugio para los condenados, no solo perdemos una ley: perdemos la esperanza de una política decente.
