Especial menu

Menu Especial
CADY_2023.jpg

NOTICIAS NACIONALES

Comando El perro del Submarino San Juan

El viento del Atlántico huele a sal, gasoil y nostalgia. Sopla con la fuerza de una voz que no olvida. En la Base Naval de Mar del Plata, cada amanecer comienza igual: el murmullo de las olas golpeando el muelle, el sonido metálico de las compuertas, y un perro negro que, desde hace años, repite un ritual imposible.


Lo llaman Comando.

Cuando las sirenas anuncian que un submarino zarpa, él corre. Corre como si la vida dependiera de eso. Llega hasta el borde del espigón, se detiene un segundo, y sin pensarlo se lanza al agua. Las olas lo golpean, el frío lo corta, pero nada lo detiene. Allá adelante, entre la espuma y la bruma, se aleja el ARA San Juan, su casa, su manada.

Los marineros del remolcador lo filman, lo aplauden, lo llaman loco. Pero todos saben que ese perro tiene una razón que ningún humano puede explicar. Lo ven nadar detrás del submarino, con las patas agitándose furiosamente, abriéndose paso entre el oleaje. Su cabeza emerge y desaparece, mientras la estela de la nave lo arrastra hacia el horizonte. A veces nada durante minutos, kilómetros enteros, hasta que el submarino se sumerge lentamente. Entonces se queda flotando, exhausto, mirando la superficie que traga la silueta metálica. Ladraba dos veces, como si dijera adiós, y regresaba nadando al muelle, jadeante, empapado, para esperar su regreso.

Y cuando el ARA San Juan volvía, Comando lo olía antes que nadie. Desde tierra, levantaba las orejas, olfateaba el viento y corría al espigón. Al ver la torre del submarino emerger entre las olas, se lanzaba de nuevo al agua, nadando hacia él, dando vueltas en círculos de alegría, como si el mar entero fuera su patio de juegos. Los marineros gritaban su nombre y él respondía con ladridos que eran risas. Nunca fallaba. Cada partida, cada regreso, lo encontraba allí.

Entre los marinos había una mujer que entendía esa fidelidad como nadie: la teniente de fragata Eliana Krawczyk, la primera submarinista de América Latina. Había nacido en Misiones, tierra de ríos inmensos, pero su destino era el mar. En la Base Naval todos la conocían: su sonrisa, su disciplina, su forma de hablarles a los perros como si fueran camaradas. Cuando estaba en tierra, recorría los muelles dando de comer a los animales que vivían allí. Tomaba nota de los nuevos, curaba heridas, conseguía vacunas. Fue ella quien una tarde de lluvia encontró a Comando empapado, tiritando junto a la escollera. Se sacó la campera, lo cubrió y le dio pan. Desde ese día, el perro no se separó más de ella.

—No te puedo llevar al mar, soldado —le decía con ternura—. Pero si pudiera, serías mi segundo a bordo.

Y Comando, como si lo entendiera, se sentaba junto a sus botas, mirando el horizonte. Los demás la cargaban. “Teniente, su perro la está esperando”. Ella sonreía. “No es mi perro —decía—, es un marino que no consiguió embarque.”

El 25 de octubre de 2017, el ARA San Juan zarpó rumbo a Ushuaia. En la escollera, Comando estaba allí. Corrió, ladró, se lanzó al agua y nadó hasta que el submarino se perdió en la bruma. Eliana lo vio desde cubierta y levantó la mano en un gesto de despedida. Fue la última vez. Días después, mientras el navío regresaba, el contacto se perdió. El 15 de noviembre, a 430 kilómetros del Golfo San Jorge, el San Juan desapareció.

En Mar del Plata, el puerto quedó en silencio. Las familias llegaron con mantas, banderas y oraciones. El viento traía un olor a hierro y a miedo. Y en medio de esa multitud que esperaba noticias, Comando volvió a aparecer. Se echó sobre el muelle, mirando el mar. No ladraba, no dormía. Solo esperaba. Cuando caía la noche, aullaba, un sonido tan triste que hasta los marineros más duros bajaban la cabeza.

Pasaron los días, las semanas. Las conferencias de prensa del capitán Balbi se volvieron rutina. Las velas encendidas frente al mar no se apagaban ni con el viento. Comando seguía allí. Los guardias lo veían siempre en el mismo lugar, mirando la línea del horizonte. Algunos decían que estaba esperando a Eliana. Otros, que esperaba a los 44.

Una madrugada, una enfermera naval lo encontró frente al agua, inmóvil. Se acercó y le habló en voz baja, como si hablara con un niño. —Tranquilo, muchacho… ellos ya están navegando en otro cielo. El perro giró la cabeza, la miró y apoyó el hocico en sus rodillas. Ella lloró en silencio.

Desde entonces, nadie volvió a echarlo. Se convirtió en guardia permanente. Cada ceremonia en honor a los tripulantes lo encontraba en primera fila, echado junto a la bandera. Cuando el sacerdote rezaba, él levantaba la cabeza. Cuando se nombraban los nombres de los 44, movía la cola, como si respondiera lista.

Un año después, el 17 de noviembre de 2018, los buscadores hallaron los restos del submarino a casi mil metros de profundidad. La noticia corrió como un rayo. En la base, los marinos se abrazaban sin palabras. El mar había hablado al fin. Esa noche, Comando desapareció. Lo encontraron al amanecer, sentado en la playa, mirando el horizonte. No se movió durante horas. Cuando el viento sopló desde el sur, ladró una vez, fuerte, como si respondiera a un llamado que solo él podía oír.

De todos los nombres del ARA San Juan, el de Eliana Krawczyk brilla con una luz distinta. La llamaban “la reina de los mares”, y no era solo por ser la primera mujer submarinista: era por su coraje. Quienes la conocieron dicen que tenía una calma especial, la de quien no teme al abismo. En los entrenamientos, cuando el submarino se sumergía y la oscuridad lo cubría todo, ella decía: —Ahí abajo no hay miedo. Solo silencio. Y el silencio también es Dios.

Cuando se supo que Eliana estaba entre los desaparecidos, Comando comenzó a dormir frente a su casillero. Los marinos lo dejaban quedarse. En el piso, aún quedaba un trozo de tela azul de su uniforme. Durante la misa de homenaje, Comando se adelantó entre la gente y se echó frente al altar improvisado. No ladró, no se movió. Solo bajó la cabeza mientras las familias arrojaban coronas de flores al mar. Cuando una de ellas se deslizó hacia la orilla, el perro se acercó, la olfateó y se quedó mirándola mientras la corriente la arrastraba lentamente hacia el horizonte. Nadie habló. Algunos sintieron que, en ese gesto silencioso, el perro había hecho su propio saludo de despedida.

El tiempo siguió su curso. Nuevos barcos llegaron a la base, nuevos marinos ocuparon los cuarteles. Pero Comando seguía allí. Dormía junto al mástil, acompañaba a las patrullas nocturnas, y cada vez que una nave zarpaba, corría tras ella, ladrando tres veces. Los jóvenes preguntaban quién era ese perro que todos saludaban. —Es Comando —respondían los veteranos—. Esperó a los 44 hasta el final.

Y así, sin que nadie lo ordenara, se volvió leyenda. Los niños lo acariciaban antes de embarcar; las familias lo fotografiaban. Una periodista lo filmó mientras nadaba detrás de un remolcador, igual que aquella primera vez. El video se volvió viral. En los comentarios, alguien escribió: “Los héroes nunca mueren. Algunos solo cambian de forma.”

El día de la inauguración del Monumento a los 44 Héroes del ARA San Juan, Comando estuvo allí. Llevaba un collar azul con una chapa que decía Guardia Eterna. Cuando los nombres fueron leídos uno a uno, se acercó al monolito, olfateó el aire y se detuvo frente al de Eliana. Se echó a sus pies y permaneció inmóvil. El público guardó silencio. Algunos lloraban sin entender por qué algo tan simple —un perro recostado ante un nombre— podía ser tan devastador.

Una niña que sostenía una bandera se acercó a su madre y susurró: —Mamá, ese perro la está esperando todavía. Y la mujer le respondió: —No, mi amor. Ahora la está acompañando.

Hoy, Comando sigue viviendo en la Base Naval de Mar del Plata. Los marinos lo alimentan, los turistas lo buscan. Cuando cae el sol y las sirenas anuncian el regreso de las embarcaciones, se lo ve caminar hasta el borde del muelle, con el hocico apuntando al horizonte. Dicen que algunas noches, cuando la luna se refleja sobre el mar, su sombra se alarga hasta tocar el agua. Entonces se sienta, levanta las orejas y mueve la cola, como si alguien lo llamara desde la profundidad.

Quizá sean los ecos del San Juan. Quizá la voz de Eliana, riendo, diciéndole que todo está bien.

Porque hay lealtades que ni el océano puede ahogar, amores que ni la distancia ni el tiempo logran hundir. Y mientras exista un perro llamado Comando, habrá alguien que siga velando por ellos, allá donde el mar no tiene fin.

A Comando, que esperó a sus hermanos bajo el mismo cielo que los guarda. Su guardia sigue, allá donde el mar no tiene fin.

 

 

Por Roberto Arnaiz

 

 

 

 

Sitio web 🌐 Blog: www.robertoarnaiz.com/blog

🌐 Web: www.robertoarnaiz.com

📱 Te invito a seguirme en mi nuevo canal de WhatsApp para contenido destacado y novedades:

whatsapp.com/channel/0029VbAZWrU3QxS2P0MWqE1f

👉 Escuchá el podcast acá: https://open.spotify.com/episode/0kn8tY8iWygY3BHFN9YbQa

© 2025 Creado por Ignacio Arnaiz

🧠 Aclaración sobre el contenido compartido: Los textos que publico son seleccionados, revisados y verificados previamente. Se basan en artículos disponibles en medios públicos, educativos o culturales, y en muchas ocasiones son complementados con aportes realizados con ayuda de inteligencia artificial (Microsoft Copilot). Todo se comparte sin fines comerciales, con el objetivo de difundir conocimiento y preservar la identidad cultural, citando autoría y fuentes cuando están disponibles. Si algún creador o autor desea hacer correcciones o solicitar la retirada de contenido, estoy absolutamente dispuesto/a a respetarlo.

___________________